Uno de los aspectos que más influye negativamente en
el rendimiento de un deportista es la presión. Ésta puede ser ejercida por los
medios de comunicación (especialmente en aquellos deportes mediáticos), por la
afición, por el equipo técnico/club, por los familiares o por el propio
deportista.
Para explicarlo, pongamos por ejemplo, lo que ocurre
en el deporte profesional, concretamente en el fútbol, cuando se producen
fichajes multimillonarios como el de Bale por el Real Madrid o el de Neymar por
el Barça. En estos casos, los medios de comunicación se hacen eco de la
noticia, mucho antes incluso de que ocurra. Cuando los jugadores ya pertenecen
a la disciplina de su nuevo equipo, puede que se lleve hablando de lo que han
costado dos o tres meses. En los primeros partidos, se empieza a evaluar si el
juego desarrollado es acorde al precio que han costado. Lógicamente cualquier
jugador necesita un período de adaptación, ya no sólo al equipo, sino al país,
la ciudad, las costumbres, etc. Pero en ellos parece que la adaptación tiene
que ser inmediata, se les exige que rindan al 100% desde el minuto uno (i.e.,
son profesionales), y si no lo hacen, comienzan las críticas. En este contexto,
el jugador, deseoso de hacerlo bien, de mostrar su valía, empieza a sentirse
presionado y su rendimiento, en vez de mejorar, empeora.
Pero, éste no es el único caso donde un deportista se
puede sentir presionado. Pongamos otro ejemplo, este más característico del deporte
base. Niño o niña que comienza a practicar un deporte como el baloncesto en su
colegio y, si bien, sus padres explicitan que el objetivo de que haga deporte
es que se lo pase bien, conozca gente, etc. empiezan a quejarse del
entrenador/a que no lo hace todo lo bien que debiera, que su hijo/a tendría que
jugar más, empiezan a dar instrucciones durante el partido, recriminan a su
hijo/a de algún error cometido, dan importancia al resultado de los partidos, comienzan
a acudir a los entrenamientos para ver cómo entrena su hijo/a, etc. Es decir,
empiezan a centrarse en los resultados, en las clasificaciones y dejan de lado
la diversión y el disfrute. En estos casos, los niños/as empiezan a mostrarse
desmotivados, no quieren ir a entrenar, e incluso pueden terminar abandonando
la práctica deportiva.
En ambas situaciones, la presión que siente el
deportista es ejercida por otras personas (medios de comunicación, afición,
familiares), es decir, la presión es externa. Sin embargo, en ocasiones, es el
propio deportista el que se presiona a sí mismo.
Lo que ocurre, en los tres casos, es que el
rendimiento esperado no es acorde con el rendimiento real del deportista. Se
produce un desequilibrio entre las expectativas y el rendimiento percibido,
siendo éstas más altas.
Pero ¿qué son
las expectativas?.
Son estructuras mentales que permiten predecir la
probabilidad de que se dé un acontecimiento o un resultado. De acuerdo con
Miller (1977), las expectativas se pueden basar en lo esperado en función de la
experiencia pasada, lo ideal, lo deseable o lo mínimo tolerable. Así, si un
tenista se enfrenta a un rival con el que ha perdido en todas las ocasiones en
las que se ha enfrentado, sus expectativas pueden ser bajas, si se basan en la
experiencia pasada. Ej: no creo que gane
porque las otras veces no lo he conseguido. Altas, si se basan en lo ideal
o deseable. Ej: espero ganar y así pasar
de ronda. Medias, si se basan en lo mínimo tolerable. Ej: espero que sea un partido reñido, que no me
gane fácil.
Y en función de esas expectativas, las personas
evaluamos las actuaciones de otros y las propias, comparando el rendimiento
esperado con el percibido/ ocurrido. Por tanto, cuando el Madrid o el Barça se
gastan millones en un jugador, los medios de comunicación y las aficiones
esperan que el rendimiento de éstos sea alto, acorde con el precio. En el
momento, en que perciben que el rendimiento es inferior al esperado, se
muestran insatisfechos y empiezan las críticas. El deportista en su afán de
cumplir con las expectativas, es decir, de igualar su rendimiento a las
expectativas generadas, empieza a precipitarse, a tomar riesgos, centrándose
más en las consecuencias de su actuación que en su propio rendimiento, lo que
aumenta los errores, que a su vez alimentan las críticas y, por tanto, la presión.
Igualmente cuando unos padres creen que su hijo/a
puede destacar en un deporte, es decir, tienen altas expectativas (en muchos
casos basadas en lo ideal o deseable) y éstas no se cumplen, empiezan a
criticar al entrenador, a los compañeros o incluso al propio hijo/a,
manifestando que no se esfuerza suficiente. El hijo/a en su deseo inicial de no
“defraudar” a sus padres intenta hacer todo lo posible, pero cuando se tienen
unas determinadas expectativas, las personas buscamos aquella información que
es acorde a las mismas y obviamos las que las contradicen. Por lo que, al
final, el niño/a desiste.
El mismo proceso se pone en juego en las
autoexpectativas. Los deportistas que tienen expectativas sobre su rendimiento
muy altas, son muy exigentes consigo mismos, nunca están satisfechos con la
actuación realizada y siempre quieren más. De ahí que valoren muy poco sus
logros y en cambio, se centren mucho en los errores cometidos. Esto favorece
que se ponga más nervioso y se sienta más presionado porque los resultados no
salen como espera.
En definitiva, la presión del deportista se produce
cuando las expectativas de rendimiento de otros o las propias exceden el
rendimiento real y el deportista en el intento de satisfacer dichas
expectativas, centra su atención en las consecuencias de su actuación, en si
cumplirá o no las expectativas, en vez de en su rendimiento, es decir, en el
presente. Esto hace que compita descentrado y nervioso, lo que es fuente de errores,
aumentando aún más la presión.
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